Capítulo IX

Han pasado dieciséis años y la gran gue­rra de religión dura todavía. Alemania ha perdido más de la mitad de su población. Violentas epidemias matan lo que ha que­dado de las matanzas. El hambre desola comarcas otrora florecientes. Lobos reco­rren las ciudades reducidas a escombros. En otoño del año 1634 encontramos a Madre Coraje en los montes alemanes de Fichtelgebirge, apartada un poco del camino real que recorren los ejércitos suecos. En ese año el invierno se ha anticipado y es duro. Los negocios van mal, y no queda otro remedio que mendigar. El cocinero recibe una carta de Utrecht, y es despedido.

La acción delante de la casa de un pá­rroco, medio derruida. Mañana gris en los primeros días del invierno. MADRE CO­RAJE y el COCINERO están junto a la ca­rreta, envueltos en míseras pieles de cor­dero.

Cocinero. Todo está oscuro; todavía no se levantó nadie.

Madre Coraje. Pero es la casa de un cura. Y para ta­ñer las campanas tendrá que salir de entre sus cojines. Y además tendrá un poco de sopa caliente para darnos.

Cocinero. ¿De dónde la sacará si toda la aldea está car­bonizada, como hemos podido apreciar?

Madre Coraje. Con todo, está habitada: hace poco la­dró un perro.

Cocinero. Cuando un cura tiene algo no da nada.

Madre Coraje. Si nos pusiéramos a cantar...

Cocinero. Estoy harto de ello. (De repente). Recibí una carta de Utrecht. Me dicen que mi madre murió del cólera, y que ahora la hostería me pertenece. Aquí tienes la carta, si no me crees. Te la muestro, si bien no te interesan las cosas que mi tía garabatea acerca de mi vida y milagros.

Madre Coraje. (Lee la carta). Lamb, le diré que yo también estoy hastiada del eterno andar vagabundo. Me parezco al perro del carnicero, que arrastra el carrito con la carne para los clientes, pero nunca recibe un bocadito. No tengo ya nada para vender, y la gente no tiene nada con que pagar ese nada. Por tierras sajonas encontré a uno, vestido de harapos, que me ofreció una pila así de rollos de pergamino por dos huevos; y en Wurttemberg me habrían dejado un arado a cambio de un saquito de sal. ¿Para qué necesitan arar? ¡Si ya no crece nada, tan sólo cizañas...! Dicen que en Pomerania los aldeanos se comieron a las criaturas más chicas, y que fueron sorpren­didas unas monjas asaltando y robando a las gentes.

Cocinero. El mundo está pereciendo.

Madre Coraje. Hay veces en que me veo a mí misma recorriendo con mi carreta los infiernos y vendiendo be­tunes, o por el cielo ofreciendo viático a las almas errantes. Si yo pudiese encontrar, con los hijos que me quedaron, un lugar donde no haya tiroteos, me gustaría vivir aún unos años tranquilos.

Cocinero. Podríamos abrir la hostería. Anna, piénsalo. Anoche me he decidido: contigo o sin ti, me vuelvo a Utrecht. Y eso, hoy mismo.

Madre Coraje. Tengo que hablar con Catalina. Te vas muy aprisa, y no me gusta tomar decisiones en medio de este frío y con el estómago hueco. ¡Catalina! (Catalina sale y baja de la carreta). Tengo una noticia que darte, Catalina. El cocinero y yo queremos irnos a Utrecht. Ha heredado una hostería allí. Tendríamos, pues, un lugar fijo, y podrías trabar algunas relaciones. Más de uno sabrá apre­ciar a una persona madura, y no creas que el aspecto es todo. A mí también me gustaría. Me llevo bien con el co­cinero. Debo decirlo por él: tiene buena cabeza para los negocios. Tendríamos la comida asegurada, ¿eso es lindo, no? Y tú tendrías tu cama, ¿te gustaría, eh? A la larga no es vida eso de andar por las carreteras. Te me vas a venir abajo. Ya estás toda piojosa. Tenemos que decidirnos, por­que podríamos marchar con los suecos, que van para el Norte. Ahora deben andar ahí enfrente. (Señala a la iz­quierda). Me parece que lo mejor es aceptar, Catalina.

Cocinero. Anna, quisiera decirte dos palabras a solas.

Madre Coraje. Vuélvete a la carreta, Catalina.

(Cata­lina sube a la carreta).

Cocinero. Te interrumpí porque veo que hay un mal­entendido de tu parte. Creí que no tendría que decirlo expresamente, porque después de todo es natural. Pero si así no fuese, tendré que decirlo: de llevar a ésa, ni me lo menciones. Creo que me comprendes.

(Detrás de ellos, Catalina saca la cabeza fuera de la carreta y escucha aten­tamente).

Madre Coraje. ¿Quieres que la deje aquí a la Catalina?

Cocinero. ¿Y de qué otra manera te lo imaginas? En la hostería no hay lugar. No es de las que tienen tres ha­bitaciones. Si nosotros dos nos empecinamos con pies y ma­nos, puede ser que saquemos nuestro sustento; pero para tres no alcanzará, de ninguna manera. Catalina puede que­darse con la carreta.

Madre Coraje. Me creí que en Utrecht encontraría ma­rido.

Cocinero. ¡No me hagas reír! ¿Cómo va encontrar ma­rido ésa? ¡Muda y, encima, con la cicatriz! ¡Y a esa edad!

Madre Coraje. ¡No hables tan alto!

Cocinero. Las cosas son como son, en voz baja o en voz alta. Y eso también es motivo por el cual no quiero tenerla en la hostería. Los parroquianos no quieren topar­se siempre con semejante persona. Y no es para menos.

Madre Coraje. ¡Cierra el pico! ¡Ya te dije que no ha­bles tan alto!

Cocinero. Hay luz en la casa del cura. Podríamos cantar.

Madre Coraje. ¿Cómo va a andar sola con la carreta, cocinero? Ella tiene miedo a la guerra. No la soporta. ¡Los ensueños que imagino debe tener!... De noche la oigo ge­mir. Sobre todo, después de las batallas. Las cosas que ha de ver en sus pesadillas. Es de las que sufren de com­pasión. Hace algunos días le encontré encima, otro erizo que habíamos pisado con el carro.

Cocinero. La hostería es demasiado chica. (Grita). ¡Es­timado señor, criados y habitantes de la casa! ¡Vamos a recitar la canción de Salomón, Julio César y otros grandes espíritus, que no tuvieron ningún provecho de haberlo sido! Para que veáis que también nosotros somos gente correc­ta, y que por eso llevamos dura vida, sobre todo en invierno.

Visteis al sabio Salomón,

y sabéis qué se hizo de él.

Fue aquel que todo claro vio

maldijo la hora en que nació,

pues todo es vano, decía él.

¡Oh, sabio y grande Salomón!

Mas aún no había amanecido,

y ya por todos fue sabido:

su gran deber llevóle allí.

¡Quien no lo tiene es muy feliz!

Porque todas las virtudes, en este mundo, son peligro­sas, como lo demuestra esta hermosa canción. Mejor es no tenerlas y, en cambio, llevar una vida agradable y tener un desayuno, digamos una sopa caliente. Yo, por ejemplo, no la tengo y quisiera tenerla; soy soldado, mas, ¿de qué me valió mi audacia en todas las batallas? De nada. Paso hambre, y mejor hubiera sido ser un cobarde y haberme quedado en casa. ¿Por qué, pues?

Visteis a César, tan audaz,

y sabéis qué se hizo de él.

Sentado, cual Dios en su altar,

no obstante fuéronle a matar.

(¡Y más fuerte que nunca estaba él!)

Cuánto gritó: ¡Oh tú, hijo mío!

Mas aún no había amanecido,

y ya por todos fue sabido

su audacia le llevó allí.

¡Quien no la tiene es muy feliz!

(En voz baja). Ni siquiera miran afuera. (A toda voz). ¡Estimado señor, criados y habitantes de la casa! Diréis vosotros: Sí, pero la audacia no es la que alimenta al hombre, ¡hay que emplear la honradez! Entonces uno se harta, o al menos, no está del todo sobrio. ¿Qué os parece, pues?

Visteis a Sócrates, el probo,

que siempre dijo la verdad.

¡Oh, no le agradecieron!

le persiguieron con malos modos

cicuta tuvo que tragar.

¡Tan probo hijo de su pueblo!

Mas aún no había amanecido,

y ya por todos fue sabido:

su probidad llevóle allí.

¡Quien no la tiene es muy feliz!

Sí, sí: hay que ser desinteresado, pues, y hay que partir con el prójimo lo que se tiene. ¿Pero si no se tiene nada? Verdad es que los caritativos tampoco tienen vida fácil: es dable reconocerlo. Pero, sea como fuere, hay que tener algo. Así es: el desinterés es rara virtud, porque no rinde.

Bien sabéis que Martín, el Santo,

penuria ajena no aguantó.

Vio en la nieve un hombre temblando,

le dio la mitad de su manto,

y él, como el otro, se heló.

¡No le importó el bien terrenal!

Mas aún no había amanecido.

y ya por todos fue sabido:

desinterés llevóle allí.

¡Quien no lo tiene es muy feliz!

¡Y así nos va a nosotros! Somos gentes correctas; nos ayudamos el uno al otro; no robamos, no matamos, no in­cendiamos. Y por eso puede decirse que nos estamos hundiendo más y más, y que la canción se aplica a nosotros mismos, y que las sopas se van haciendo raras, y que si fuésemos ladrones y asesinos posiblemente estaríamos hartos. Porque las virtudes no dan rendimiento, tan sólo las maldades; así es este mundo, y no tendría que ser así.

Aquí veis a gentes honradas:

cumplimos los diez mandamientos.

Mas no nos sirvió esto de nada.

Vos, que estáis en casas caldeadas,

ayudadnos en nuestra suerte.

¡Cuán honestos no habremos sido!

Mas aún no había amanecido,

y ya por todos fue sabido:

temor de Dios llevólos ahí.

¡Quién no lo tiene es muy feliz!

Voz. (De arriba). ¡Ea, vos ahí! ¡Subid! Hay una sopa para vosotros!

Madre Coraje. Lamb, me atragantaría con la comida. No es que sea insensato lo que dijiste. ¿Pero es ésa tu úl­tima palabra? Nos hemos llevado muy bien.

Cocinero. Es mi última palabra. Piénsalo.

Madre Coraje. No tengo que pensarlo. Yo no la dejo aquí.

Cocinero. Muy poco razonable. Lo siento. No soy un ogro; pero la hostería es chica. Y ahora tenemos que su­bir; a ver si después tampoco resulta aquí, y habríamos cantado de balde, con el frío que hace.

Madre Coraje. Voy a buscar a Catalina.

Cocinero. Mejor que le lleves algo de lo que te den arriba. Si nos allegamos los tres, se llevarán un susto.

(Sa­len ambos. Catalina baja de la carreta, llevando un bulto. Mira a su alrededor, para cerciorarse de que ambos se han ido. En seguida dispone junto a la rueda del carro un viejo pantalón del Cocinero y unas faldas de su madre, uno al lado de las otras de manera que se noten en seguida. Cuando ha terminado de hacerlo y se dispone a irse con su lío, vuelve Madre Coraje de la casa).

Madre Coraje. (Con un plato de sopa). ¡Catalina! ¡Ca­talina! ¿A dónde vas con ese bulto? ¿Estás dejada de Dios y del Espíritu Santo? (Revisa el bulto). ¡Ha envuelto sus cosas! ¿Estuviste escuchando? Le he dicho que no habrá caso ni con Utrecht ni con su roñosa hostería. ¿Qué vamos a hacer allí? Tú y yo no nos adaptamos a una hostería. Todavía la guerra ha de darnos bastante a las dos. (Advier­te el pantalón y las faldas). ¡Qué tonta eres! ¿Qué te parece si yo hubiese visto eso y tú no hubieras estado? (Detiene a Catalina, que quiere irse). No vayas a creer que por ti le planté en la calle. Lo hice por la carreta, sólo por ella. No me separo de la carreta; estoy acostumbrada a ella; no es por ti, es por la carreta. Nos vamos en dirección con­traria, y las cosas del cocinero las dejamos afuera, para que las encuentre ese tonto. (Sube a la carreta, y desde allí arroja algunas cosas junto al pantalón). Muy bien: ése ya salió de nuestro negocio, y otro más no entra. Y ahora nosotras dos seguimos adelante. También ha de pasar este invierno, así como pasaron los otros. Vamos, úncete pronto, puede que haya nevada.

(Ambas se uncen al carro, le dan vuelta y se van, arrastrándolo. Cuando llega el Cocinero descubre, sorprendido, sus cosas).